La noche de las votaciones, una de las cifras más esperadas es el porcentaje de abstencionismo. Podríamos preguntarnos en positivo y aguardar ansiosamente para saber cuántos participaron; sin embargo, lo que atrae es la cantidad de personas que, teniendo el derecho, no acuden a las urnas.
Hay dos tipos de abstencionismo: técnico y sociocultural (también llamado político). La primera de esas categorías se refiere a limitaciones, desde la organización del proceso para que las personas voten; lo sociocultural, por su parte, alude a factores por los cuales un ciudadano —voluntariamente— decide no sufragar.
En Costa Rica, la distritación electoral permite que los centros de votación estén, por lo común, muy cerca del lugar de residencia de las personas; además, contamos con una de las jornadas electorales más largas de la región (12 horas), el Registro Civil tramita y entrega los documentos de identidad con horarios ampliados e incluso el día de la elección, y la legislación faculta el empadronamiento de jóvenes incluso dos años antes del cierre del padrón (por si se adquiere la mayoría de edad durante el lapso en que no pueden hacerse inclusiones en la lista de electores).
Las juntas receptoras de votos, por más trabajoso que está resultando integrarlas, siempre abren, y los ciudadanos estamos acostumbrados a encontrar a nuestros vecinos prestos a entregarnos las papeletas cuando llegamos al aula el primer domingo de febrero cada dos años.
En pocas palabras, lo técnico está cubierto; no es gratuito que índices como el de The Economist califiquen los procesos electorales costarricenses con 9,58 puntos.
En lo sociocultural, el panorama es distinto. Estudios de opinión, como los del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP) de la Universidad de Costa Rica (UCR), revelan la alta desafección ciudadana con los partidos políticos y evidencian que los electores, a pocos días del evento comicial, no tienen definida la fórmula que apoyarán. Pese a la gran cantidad de opciones, los votantes no se sienten identificados con las candidaturas.
La sensación de que el voto es inútil porque los representantes no cambiarán las condiciones de vida es otro de los supuestos por los que la gente se aleja de los recintos de votación (las zonas con bajos índices de desarrollo suelen tener bajos porcentajes de participación). Esa sensación de orfandad, por un Estado que se entiende indolente a las necesidades, abona a este tipo de abstencionismo.
Para tratar de disminuir el ausentismo de las urnas, se han presentado varias iniciativas, dentro de las que destacan una multa por no sufragar (proyecto de ley 23350) y la unificación de las elecciones nacionales con las municipales (expediente legislativo 23229).
El segundo de esos proyectos parte de la filosofía muy latinoamericana del “ya que estamos”. La elección presidencial atrae más votantes, por lo cual la oportunidad se entiende propicia para repartir las papeletas municipales: ya que el elector está votando por la cabeza del Ejecutivo y por las diputaciones, entonces que se aproveche el momento para seleccionar a sus gobernantes locales.
Visto así, claro que el abstencionismo para la elección de las autoridades municipales disminuiría, pero ello sería a consecuencia de “barrer por debajo de la alfombra” las verdaderas causas de la apatía en los comicios cantonales.
La participación en el evento electoral nacional también viene decreciendo. Si, dado el alto abstencionismo en lo municipal la respuesta es eliminar la elección autónoma y conjuntarla con la presidencial, ¿qué ocurriría si se replica el argumento o se lleva este al extremo en lo que respecta a la determinación de quién ocupará la primera magistratura del Estado?
Sin ningún condicionamiento o correctivo al razonamiento, deberíamos pensar que, entonces, también habría que repensar el esquema de la elección presidencial, lo cual, como una de las pocas democracias plenas en el mundo, no podríamos permitirnos.
El abstencionismo debe abordarse con cuidado y tomando en consideración sus múltiples aristas; la revisión de los procesos de socialización y de vinculación política puede ser un buen punto de partida.
Debe tenerse cuidado con las soluciones, puesto que podríamos caer en aquello que, desde 1985, cantaba Frankie Ruiz: “Amargura, señores, que a veces me da. La cura resulta más mala que la enfermedad”.
El autor es profesor universitario.